¿Por qué soy Antiguerra?
Una vez, en medio de una conversación cotidiana, alguien me dijo: “Tú estás obsesionado con la pobreza, ¿no?” Me sorprendió. Respondí: “¿Por qué lo dices?” y me devolvieron: “Porque todo lo que hablas tiene que ver con eso.” No supe qué responder en ese momento, pero con el tiempo entendí que tenían razón. No fue una obsesión construida en libros ni en teorías económicas, sino algo mucho más simple: crecer en una familia con deudas, ingresos ajustados, opciones limitadas y constantes renuncias. Uno crece entendiendo que muchas cosas no están garantizadas. Que los márgenes son estrechos. Que vivir sin red es la norma, no la excepción.
Quizás por eso estudié economía. Por eso me enfoqué en políticas públicas. Pero también —aunque solo ahora lo puedo articular con claridad— por eso soy profundamente escéptico frente a la guerra.
Hoy Estados Unidos bombardeó instalaciones nucleares en Irán, entrando de lleno al conflicto con Israel. Y cada vez que ocurre algo así, lo primero que pienso no es en geoestrategia ni en seguridad nacional como hacen los paneles de expertos. Pienso en quién termina pagando el precio real de esas decisiones. Porque, al margen de la narrativa oficial, las guerras no las deciden quienes las combaten. Las deciden élites políticas, asesoradas por tecnócratas e intereses sectoriales. Pero las consecuencias las enfrentan personas concretas: soldados de base, familias desplazadas, comunidades destruidas.
En Estados Unidos, más del 40% de los reclutas provienen de hogares de bajos ingresos. No es una coincidencia. El ejército, desde hace décadas, funciona como un canal de movilidad para quienes no tienen otras opciones. Ofrece educación, cobertura médica, estabilidad laboral. El problema no es que esas oportunidades existan, sino que sean prácticamente la única alternativa viable para tantos jóvenes. Esa dinámica se conoce como reclutamiento económico, y ha sido documentada ampliamente por investigadores en sociología militar y estudios de desarrollo. Es un síntoma de una estructura social donde la desigualdad no solo condiciona el presente, sino también las decisiones más radicales que una persona puede tomar sobre su vida.
En el otro extremo del conflicto, el patrón se repite. La mayoría de víctimas de las guerras contemporáneas son civiles. Estudios recientes sugieren que hasta el 80–90% de los muertos en conflictos armados en las últimas décadas no pertenecían a fuerzas combatientes. Muchos de ellos tampoco tenían posibilidad real de huir. No es difícil entender por qué: las personas con recursos, redes o ciudadanía extranjera suelen encontrar salida. Pero quienes viven en condiciones de pobreza —en zonas rurales, en campamentos, en barrios marginales— quedan atrapados. No porque elijan la guerra, sino porque no pueden evitarla.
La guerra, más allá de los discursos, es una institución profundamente regresiva. Su impacto redistributivo es claro: los beneficios (en términos de poder geopolítico, acceso a recursos o posicionamiento internacional) tienden a concentrarse, mientras que los costos humanos y económicos se socializan entre los sectores más vulnerables. Esto no es una consigna ideológica, sino una observación empírica respaldada por décadas de evidencia: los conflictos armados alteran los equilibrios sociales, debilitan servicios públicos, desplazan poblaciones y profundizan desigualdades existentes. Y al interior de los países que los impulsan, desvían recursos fiscales sustanciales. En 2023, el presupuesto militar de EE.UU. alcanzó los 842 mil millones de dólares, mientras que 38 millones de personas vivían en situación de pobreza dentro del mismo país. Esa es una decisión política, no una fatalidad.
No se trata de idealizar la paz ni de negar la existencia de amenazas reales en el escenario internacional. Hay conflictos donde el uso de la fuerza puede parecer inevitable o incluso necesario para frenar abusos graves. Pero el problema aparece cuando la guerra se convierte en la primera respuesta, en vez de la última. Cuando se normaliza como instrumento de política exterior. Cuando se presenta como inevitable sin haber explorado otras rutas. Y sobre todo, cuando se omite deliberadamente quiénes absorben las consecuencias reales.
Ser crítico con la guerra no es un acto ingenuo. Es una postura racional ante una dinámica históricamente costosa, ineficiente y profundamente inequitativa. Es entender que, en la mayoría de los casos, la violencia organizada tiene más que ver con asimetrías de poder, agendas internas y mecanismos de disuasión entre Estados que con necesidades urgentes de seguridad. Es también reconocer que hay formas de violencia más lentas —económicas, institucionales, simbólicas— que rara vez captan titulares, pero que condicionan quiénes están siempre más cerca del daño.
Por eso, sí: tengo un interés persistente en la pobreza. Porque está en el origen de muchas decisiones individuales, en los márgenes de los conflictos armados, en los barrios donde reclutan, en las regiones que bombardean. Y porque sigue siendo uno de los determinantes más poderosos de la vida y la muerte en contextos de guerra.
No hace falta ser pacifista para oponerse a la guerra. Basta con observar con claridad quiénes la deciden, quiénes la pelean y quiénes la sufren