La historia oficial es una galería de estatuas. En mármol o en bronce, los rostros que la habitan suelen ser masculinos, blancos, vestidos de uniforme o de toga, señalando al horizonte como si supieran hacia dónde va la humanidad. Son los “grandes hombres” de la historia: Alejandro, César, Bolívar, Churchill. La idea detrás de este panteón no es nueva. En el siglo XIX, Thomas Carlyle escribió que “la historia del mundo es la biografía de los grandes hombres”, estableciendo lo que después se conocería como la Great Man Theory: la convicción de que son individuos excepcionales quienes impulsan los grandes cambios históricos.
Esta visión sigue viva. La encontramos en libros escolares, discursos políticos, películas de Hollywood. Nos gusta pensar que el curso del mundo gira alrededor de decisiones individuales, de liderazgos carismáticos, de actos heroicos. Hay algo reconfortante en creer que alguien tiene el control, que la historia avanza gracias a personas providenciales. Incluso más: hay algo seductor en imaginar que uno mismo podría ser ese alguien.
Pero esta narrativa es una ilusión. O al menos, es incompleta.
Frente a la teoría del Gran Hombre, múltiples tradiciones historiográficas han levantado otra historia: la de los invisibles. Una historia hecha de millones de actos colectivos, de luchas sin nombre, de resistencias sin monumentos. Es la historia de los nadies, como los llama Eduardo Galeano: “los ninguneados, los dueños de nada, los que no figuran en la historia universal sino en la crónica roja de la prensa local”.
Tomemos algunos ejemplos.
Simón Bolívar es recordado como el Libertador. Sin embargo, sus campañas no habrían sido posibles sin los soldados llaneros, muchos de ellos campesinos, indígenas y afrodescendientes. Hombres que no sabían leer, que no tenían tierras, que lucharon y murieron sin que sus nombres llegaran a ningún libro. ¿Quién recuerda hoy al peón que cargó el cañón en Junín o al cocinero que alimentó al ejército en Ayacucho?
Las narrativas de la Segunda Guerra están llenas de Churchill, Roosevelt, De Gaulle. Pero los Aliados no habrían vencido al nazismo sin la resistencia civil en Polonia, en Francia, en Yugoslavia. Gente común que escondía judíos, saboteaba trenes, distribuía panfletos. Mujeres que cruzaban líneas enemigas con mensajes cosidos en el forro de sus faldas. Ninguna estatua los honra.
Martin Luther King es el rostro del movimiento por los derechos civiles. Pero su liderazgo descansaba en redes de base: iglesias, asociaciones de mujeres, comunidades negras del sur profundo. Rosa Parks es celebrada por negarse a ceder su asiento, pero pocas personas conocen a Claudette Colvin, una adolescente negra que hizo lo mismo meses antes y fue marginada por no ser “la cara adecuada” del movimiento. La historia elige a sus íconos, pero la fuerza siempre viene de abajo.
Durante crisis económicas y regímenes autoritarios, miles de mujeres organizaron comedores populares, redes de cuidado, sistemas de trueque. En dictaduras como la de Pinochet o Fujimori, la sobrevivencia fue posible gracias a esas tramas invisibles. Eran amas de casa, muchas veces analfabetas, pero su acción sostenía comunidades enteras. Ni una calle lleva sus nombres.
La Great Man Theory no solo simplifica la historia: reproduce una visión elitista y desmovilizadora. Si el cambio depende de una figura excepcional, entonces el resto solo puede esperar. Se oscurece el poder colectivo. Se entroniza el liderazgo vertical. Se legitima el culto al caudillo.
Además, se borra una verdad incómoda: ningún gran hombre lo ha sido por sí solo.
Mandela no fue Mandela sin la militancia del Congreso Nacional Africano. Gandhi no liberó a la India caminando solo. Lincoln no abolió la esclavitud por iluminación moral, sino porque medio país se desangraba en una guerra civil y los esclavos se liberaban a sí mismos escapando, resistiendo, luchando.
Galeano no es historiador, pero su poesía tiene algo de pedagogía: “Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.” Esa línea resume el lugar que han ocupado millones de personas en la historia. No son protagonistas, no aparecen en los archivos, pero sin ellos nada habría cambiado.
Recuperar su lugar en el relato no es solo un acto de justicia histórica. Es también una forma de reconocernos. Porque todos, en algún momento, somos los nadies. Y también somos parte de esa fuerza invisible que sostiene lo visible.
Es comprensible —y hasta humano— querer ser el protagonista de la historia. Queremos creer que nuestras acciones tienen peso, que podemos marcar la diferencia, que seremos recordados. Y a veces es verdad. Hay momentos decisivos, hay liderazgos necesarios.
Pero incluso en esos momentos, nunca estamos solos. Ningún salvador salva sin quienes lo acompañan. Ningún líder lidera sin quienes lo siguen, lo apoyan, lo empujan. La historia no es un monólogo: es una multitud.
Tal vez no tengamos estatua. Pero sin nosotros, no hay historia que se sostenga.