El estudiante estrella, los profesores, la IA y el fraude.
Aidan Toner-Rodgers era un joven estudiante de doctorado en Economía en el MIT. En un artículo reciente, afirmaba que la introducción de una herramienta de inteligencia artificial en una empresa de investigación y desarrollo con más de mil científicos había aumentado significativamente la productividad en un laboratorio de ciencia de materiales. Según su análisis, el beneficio era mayor para los investigadores más productivos, lo que acentuaba desigualdades internas, y además, el uso de la herramienta disminuía la satisfacción laboral. Una historia atractiva, alineada con debates contemporáneos y estructurada con aparente rigurosidad.
El artículo fue respaldado por figuras destacadas como Daron Acemoglu y David Autor, y fue alojado en arXiv mientras se encontraba bajo revisión en el Quarterly Journal of Economics, probablemente la revista más influyente en Economía. A simple vista, todo encajaba: un tema de frontera, una narrativa sólida, y el aval de dos de los economistas más respetados del mundo.
Pero el estudio era falso. Un investigador externo —sin vínculo con el MIT— detectó inconsistencias graves: no había evidencia de que el experimento se hubiese realizado, ni de que Toner-Rodgers hubiese tenido acceso a los datos o autorización de la empresa involucrada. Además, el modelo utilizado para predecir compuestos materiales era técnicamente cuestionable y mostraba un claro desconocimiento del campo. Esto no sorprendía: Toner-Rodgers no tenía formación en ciencias de materiales ni ingeniería, sino en economía.
El MIT abrió una investigación interna. Concluyó que los datos fueron fabricados, que el experimento nunca ocurrió y que Toner-Rodgers no contaba con permiso alguno de la empresa para acceder a sus operaciones o personal. Nunca visitó las instalaciones, ni mantuvo colaboración formal con la firma. De hecho, cuando el estudio habría comenzado, en 2022, ni siquiera era estudiante del MIT: trabajaba como asistente de investigación en la Reserva Federal. No puede descartarse que haya usado estos resultados falsos para fortalecer su postulación al doctorado.
El artículo fue retirado. Toner-Rodgers fue desvinculado del programa doctoral.
Lo más inquietante de este caso no es solo el fraude, sino cuán cerca estuvo de consolidarse. De no ser por el señalamiento público de un científico externo —y más tarde, por múltiples voces en redes sociales—, el paper probablemente habría sido publicado, citado y convertido en insumo para el debate sobre IA y productividad científica. En un entorno diferente, Toner-Rodgers podría haber conseguido una plaza en Harvard o Princeton. Incluso premios y reconocimiento. No fue el sistema el que detuvo la mentira, sino el azar.
El caso ilustra con claridad una de las fallas estructurales de la academia: la presión por publicar trabajos espectaculares, la creciente valoración del impacto sobre la replicabilidad, y la fe excesiva en la reputación como sustituto de la evidencia. En especial para estudiantes de doctorado, el incentivo es claro: destacar con un artículo llamativo, sin importar cuán sólido sea el fundamento empírico. El sistema recompensa el riesgo, pero solo sanciona si hay escándalo.
Y sin embargo, cuando la sanción llega, no lo hace de forma pareja. La reacción del MIT fue rápida y firme con Toner-Rodgers. Pero el tratamiento contrasta con lo ocurrido en otros escándalos recientes protagonizados por académicos con estabilidad laboral.
Francesca Gino, profesora con tenencia en Harvard Business School, fue acusada de manipular datos en al menos cuatro estudios. Una investigación interna concluyó que incurrió en mala conducta, pero Gino permanece en licencia administrativa mientras demanda a Harvard y a quienes expusieron el fraude. Dan Ariely, profesor en Duke, también estuvo implicado en un estudio con datos falsificados. Aunque él negó tener responsabilidad directa en la manipulación, el artículo fue retirado y el caso documentado. Ariely continúa en su cargo.
Estos contrastes no son anecdóticos. Revelan una asimetría preocupante: los estudiantes e investigadores en etapas tempranas enfrentan consecuencias inmediatas y definitivas, mientras que los académicos consolidados se benefician de márgenes institucionales amplios. La tenencia, el prestigio y las redes académicas funcionan como escudos ante la sanción. La ética se aplica, pero de forma desigual.
También es necesario señalar el rol fallido de la revisión por pares. El artículo de Toner-Rodgers pasó por todas las etapas previas a la publicación sin que nadie exigiera pruebas verificables, reproducibilidad, ni acceso abierto a los datos. Como ocurre frecuentemente, se evaluó la forma, pero no el fondo. Mientras el texto estuviera bien escrito, siguiera una lógica econométrica reconocible y tuviera un framing atractivo, se le asumió validez. En ningún momento se aplicaron mecanismos de validación empírica real.
En un momento en que la inteligencia artificial, los modelos predictivos y los experimentos empíricos se han vuelto centrales en la investigación académica, este tipo de negligencia puede tener efectos duraderos. Un solo paper fraudulento puede generar una cadena de investigaciones derivadas, recomendaciones de política y decisiones institucionales basadas en evidencia falsa.
El caso de Aidan Toner-Rodgers es un llamado de atención urgente para el mundo académico. Reafirma la necesidad de fortalecer los mecanismos de revisión, exigir transparencia en el acceso a datos y garantizar que las métricas de evaluación no incentiven prácticas irresponsables. La integridad científica no puede depender del azar ni de la vigilancia externa. Debe ser estructural, exigible y equitativa. Y, sobre todo, debe aplicarse con la misma severidad, sin importar el estatus o la antigüedad del investigador.
Pero si el sistema académico recompensa el impacto antes que la veracidad, ¿es realmente un fraude mentir mejor que los demás? ¿Qué dice de la ciencia contemporánea que una simulación bien escrita, con el framing correcto y los aliados adecuados, pueda ser indistinguible —en la práctica— de una contribución legítima?
Tal vez la pregunta no es por qué un estudiante inventó un experimento, sino por qué todos estuvimos tan listos para creerlo.