Dualidad
Mis mejores amigos viven en la ciudad donde crecí: Barranca. Los visito dos veces al año, por temporadas que van desde dos semanas hasta dos meses.
Crecimos juntos, aunque la distancia ha hecho que no pase tanto tiempo con ellos como quisiera. Barranca es el único lugar donde me siento completamente en casa, aunque también considero a Washington, DC, como un segundo hogar, cada uno con un significado distinto para mí.
Cuando estoy en Barranca, rodeado de ese ambiente donde crecí —un entorno marcado por la astucia y las dinámicas de la calle—, aflora un lado de mí que no aparece en otras ciudades donde he vivido, como Lima, Chicago o la misma DC. En esos lugares, he llevado una vida más tranquila e incluso saludable; vivir solo probablemente contribuye a eso. Pero en Barranca, todo cambia. Ahí, intento exprimir cada momento con mi familia y mis amigos, lo que a veces me lleva a hacer cosas que, en otro contexto, no haría.
A menudo me pregunto cuál es mi verdadero yo: ¿el que disfruta cada instante en Barranca o el que estudia, lee, hace deporte y sigue una rutina más ordenada? Quizás sea una combinación de ambos, pero, después de tantos años, aún no encuentro ese equilibrio. Sé que, cuando regrese a Barranca, compartiré cada comida con mi familia, brindaré con mis amigos y me sentiré plenamente feliz. Pero, al mismo tiempo, aquí también encuentro felicidad: trabajar, estudiar, aprender otro idioma, hacer deporte y conocer nuevas personas.
Reconozco que no soy el único que vive esta dualidad. Muchos amigos experimentan algo similar al volver a sus países. En mi caso, sin embargo, desearía haber cometido menos errores al intentar exprimir al máximo esos momentos en mi hogar.